Nacimos
ignorantes del arte de amar:
fuimos por
mucho tiempo ajenos a una cuestión de identidad.
Dimos tumbos
por aulas vacías, aprendiendo a base de errar.
Nadie nos
enseñó a querer: desorientadas, sin saber si algo iba mal.
Deambulábamos
con la cabeza bien amueblada,
con un
armario más que el que había en casa.
Nadie nos
dijo que existía otra posibilidad.
Nacimos con
la duda por respuesta
porque las
preguntas que nos hicieron -en realidad- siempre fueron incorrectas.
Sin
reconocernos en espejos, sin reconocernos en escaparates:
buscando
nuestra cara por entre los charcos de las aceras.
Había una
certeza que no sabíamos cómo pronunciar.
Partimos
buscando un nombre sin saber
que llevamos
tatuada la verdad en las costillas,
que nuestra
sangre siempre tuvo clara su naturaleza.
Tener razón
sin hacer el cálculo: es solo un pálpito.
Es el
instinto, siempre básico, es la tendencia
hacia
aquello a lo que estamos configurados.
Nosotros que
lloramos por ellos,
nosotras que
lloramos por ellas.
Que,
llorando por si nuestro llanto era blasfemo,
descubrimos
que jamás habíamos llorado por la persona equivocada
nos lanzamos
felices al deseo y al rechazo: nos lanzamos a volar,
sabedores de
que seríamos rechazados, por una vez, de verdad.
Solo hay un lugar
para nuestra bandera:
herencia de
disidencia, disturbios y fuegos que olían a libertad.
O luchas en
el barro o acabas como Javier Maroto,
militando en
el Partido Popular.
No merece
espacio en un colectivo, no merece desfilar
quien le
besa los pies a la bestia y nos aguanta la mirada en un intento de dignidad.
Los hijos de
los cazadores, los hijos del fusil;
los de las
peroratas contra ti y contra mí.
Las ratas
con traje y corbata, los que no meten la pata:
la mierda
que escupen siempre es intencionada.
Han venido
para reescribir, han venido para disentir.
Su opinión,
tan respetada como asesina, será escuchada en prime time.
O
respondemos o nos agachamos, es lo que hay.
Quieren
apagar la luz de los hijos del nuevo milenio
-la
esperanza de aprender, la esperanza de educar-.
La
contraseña del móvil no es pedagogía ni mayéutica socrática.
El pin es
censura, alas cercenadas para los que acaban de llegar.
No hay
sorpresa, es su asequible coherencia dramática.
Prometieron
persecución y persecución tendremos,
beberemos
veneno. Frente a los colegios, a casi un paso del ministerio.
Llegó Hazte
Oír y yo ya me he cansado de escuchar.
Pero ninguna
hermana -por muy santa que sea su caridad-
volverá a
decir frente a ninguna pizarra que no tenemos razón de ser o estar.
Ningún
partido acabará con la vida entera, con la vida pura y natural.
Quienes
hereden las ruinas del mundo lo harán sabiendo
que quieren
a la persona indicada, que son las personas indicadas,
que están
por encima de cualquier absurda restricción formal.
La esperanza
venidera crecerá donde nos doblegamos, reirá cuando flaqueamos.
Nuestra
estirpe disfrutará de aquello por lo que luchamos.
Porque
lucharemos, como siempre hemos luchado,
porque lo
hacemos con convencimiento, porque así venceremos.
Ya no hay
lugar para el miedo, nuestra opción no es el silencio.
Acabaremos
con su autobús naranja, arderá su ley maniática:
Arderán,
callarán y, libres, venceremos.
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